Saturday, November 9, 2013

LA ORACIÓN CRISTIANA

LA ORACIÓN CRISTIANA

LA ORACIÓN EN LA VIDA CRISTIANA

La oración es la elevación del alma a Dios o la petición al Señor de bienes conformes a su voluntad. La oración es siempre un don de Dios que sale al encuentro del hombre. La oración cristiana es relación personal y viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo, que habita en sus corazones.
Existe una vocación universal a la oración, porque Dios, por medio de la creación, llama a todo ser desde la nada; e incluso después de la caída, el hombre sigue siendo capaz de reconocer a su Creador, conservando el deseo de Aquel que le ha llamado a la existencia.
Todas las religiones y, de modo particular, toda la historia de la salvación, dan testimonio de este deseo de Dios por parte del hombre; pero es Dios quien primero e incesantemente atrae a todos al encuentro misterioso de la oración.

LA REVELACIÓN DE LA ORACIÓN EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

Abraham es un modelo de oración porque camina en la presencia de Dios, le escucha y obedece. Su oración es un combate de la fe porque, aún en los momentos de prueba, él continúa creyendo que Dios es fiel. Aún más, después de recibir en su propia tienda la visita del Señor que le confía sus designios, Abraham se atreve a interceder con audaz confianza por los pecadores.
La oración de Moisés es modelo de la oración contemplativa: Dios, que llama a Moisés desde la zarza ardiente, conversa frecuente y largamente con él “cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Ex 33, 11). De esta intimidad con Dios, Moisés saca la fuerza para interceder con tenacidad a favor del pueblo; su oración prefigura así la intercesión del único mediador, Cristo Jesús.
A la sombra de la morada de Dios —el Arca de la Alianza y más tarde el Templo— se desarrolla la oración del Pueblo de Dios bajo la guía de sus pastores. Entre ellos, David es el rey “según el corazón de Dios” (cf Hch 13, 22), el pastor que ora por su pueblo. Su oración es un modelo para la oración del pueblo, puesto que es adhesión a la promesa divina, y confianza plena de amor, en Aquél que es el solo Rey y Señor.
Los Profetas sacan de la oración luz y fuerza para exhortar al pueblo a la fe y a la  conversión del corazón: entran en una gran intimidad con Dios e interceden por los hermanos, a quienes anuncian cuanto han visto y oído del Señor. Elías es el padre de los Profetas, de aquellos que buscan el Rostro de Dios. En el monte Carmelo, obtiene el retorno del pueblo a la fe gracias a la intervención de Dios, al que Elías suplicó así: “¡Respóndeme, Señor, respóndeme!” (1 R 18, 37).
Los Salmos son el vértice de la oración en el Antiguo Testamento: la Palabra de Dios se convierte en oración del hombre. Indisociablemente individual y comunitaria, esta oración, inspirada por el Espíritu Santo, canta las maravillas de Dios en la creación y en la historia de la salvación. Cristo ha orado con los Salmos y los ha llevado a su cumplimiento. Por esto, siguen siendo un elemento esencial y permanente de la oración de la Iglesia, que se adaptan a los hombres de toda condición y tiempo.


LA ORACIÓN ES PLENAMENTE REVELADA Y REALIZADA EN JESÚS

Conforme a su corazón de hombre, Jesús aprendió a orar de su madre y de la tradición judía. Pero su oración brota de una fuente más secreta, puesto que es el Hijo de Dios que, en su humanidad santa, dirige a su Padre la oración filial perfecta.
El Evangelio muestra frecuentemente a Jesús en oración. Lo vemos retirarse en soledad, con preferencia durante la noche; ora antes de los momentos decisivos de su misión o de la misión de sus apóstoles. De hecho toda la vida de Jesús es oración, pues está en constante comunión de amor con el Padre.
La oración de Jesús durante su agonía en el huerto de Getsemaní y sus últimas palabras en la Cruz revelan la profundidad de su oración filial: Jesús lleva a cumplimiento el designio amoroso del Padre, y toma sobre sí todas las angustias de la humanidad, todas las súplicas e intercesiones de la historia de la salvación; las presenta al Padre, quien las acoge y escucha, más allá de toda esperanza, resucitándolo de entre los muertos.
Jesús nos enseña a orar no sólo con la oración del Padre nuestro, sino también cuando Él mismo ora. Así, además del contenido, nos enseña las disposiciones requeridas por una verdadera oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los enemigos; a confianza audaz y filial, que va más allá de lo que sentimos y comprendemos; la vigilancia, que protege al discípulo de la tentación.
Nuestra oración es eficaz porque está unida mediante la fe a la oración de Jesús. En Él la oración cristiana se convierte en comunión de amor con el Padre; podemos presentar nuestras peticiones a Dios y ser escuchados: “Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado” (Jn 16, 24).
La oración de María se caracteriza por su fe y por la ofrenda generosa de todo su ser a Dios. La Madre de Jesús es también la Nueva Eva, la “Madre de los vivientes” (cf Gn 3, 20): Ella ruega a Jesús, su Hijo, por las necesidades de los hombres.
Además de la intercesión de María en Caná de Galilea, el Evangelio nos entrega el Magnificat (Lc 1, 46-55), que es el cántico de la Madre de Dios y el de la Iglesia, la acción de gracias gozosa, que sube desde el corazón de los pobres porque su esperanza se realiza en el cumplimiento de las promesas divinas.

MAGNIFICAT (Lc 1, 46-55)

Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
El hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo había prometido a nuestros padres- en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.

LA ORACIÓN EN EL TIEMPO DE LA IGLESIA

Al comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles, se narra que en la primera comunidad de Jerusalén, educada por el Espíritu Santo en la vida de oración, los creyentes “acudían asiduamente a las enseñanzas de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42).
El Espíritu Santo, Maestro interior de la oración cristiana, educa a la Iglesia en la vida de oración, y le hace entrar cada vez con mayor profundidad en la contemplación y en la unión con el insondable misterio de Cristo. Las formas de oración, tal como las revelan los escritos apostólicos y canónicos, siguen siendo normativas para la oración cristiana.
Las formas esenciales de oración cristiana son la bendición y la adoración, la oración de petición y de intercesión, la acción de gracias y la alabanza. La Eucaristía contiene y expresa todas las formas de oración.

La bendición es la respuesta agradecida del hombre a los dones de Dios: nosotros bendecimos al Todopoderoso, quien primeramente nos bendice y colma con sus dones.
La adoración es la prosternación del hombre, que se reconoce criatura ante su Creador tres veces santo.
La oración de petición puede adoptar diversas formas: petición de perdón o también súplica humilde y confiada por todas nuestras necesidades espirituales y materiales; pero la primera realidad que debemos desear es la llegada del Reino de Dios.
La intercesión consiste en pedir en favor de otro. Esta oración nos une y conforma con la oración de Jesús, que intercede ante el Padre por todos los hombres, en particular por los pecadores. La intercesión debe extenderse también a los enemigos.
La Iglesia da gracias a Dios incesantemente, sobre todo cuando celebra la Eucaristía, en la cual Cristo hace partícipe a la Iglesia de su acción de gracias al Padre. Todo acontecimiento se convierte para el cristiano en motivo de acción de gracias.
La alabanza es la forma de oración que, de manera más directa, reconoce que Dios es Dios; es totalmente desinteresada: canta a Dios por sí mismo y le da gloria por lo que Él es.

LA TRADICIÓN DE LA ORACIÓN

A través de la Tradición viva, es como en la Iglesia el Espíritu Santo enseña a orar a los hijos de Dios. En efecto, la oración no se reduce a la manifestación espontánea de un impulso interior, sino que implica contemplación, estudio y comprensión de las realidades espirituales que se experimentan.
Las fuentes de la oración cristiana son: la Palabra de Dios, que nos transmite “la ciencia suprema de Cristo” (Flp 3, 8); la Liturgia de la Iglesia, que anuncia, actualiza y comunica el misterio de la salvación; las virtudes teologales; las situaciones cotidianas, porque en ellas podemos encontrar a Dios.
“Te amo, Señor, y la única gracia que te pido es amarte eternamente. Dios mío, si mi lengua no puede decir en todos los momentos que te amo, quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro” (San Juan María Vianney).

EL CAMINO DE LA ORACIÓN

En la Iglesia hay diversos caminos de oración, según los diversos contextos históricos, sociales y culturales. Corresponde al Magisterio discernir la fidelidad de estos caminos a la tradición de la fe apostólica, y compete a los pastores y catequistas explicar su sentido, que se refiere siempre a Jesucristo.
El camino de nuestra oración es Cristo, porque ésta se dirige a Dios nuestro Padre pero llega a Él sólo si, al menos implícitamente, oramos en el Nombre de Jesús. Su humanidad es, pues, la única vía por la que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios nuestro Padre. Por esto las oraciones litúrgicas concluyen con la fórmula: “Por Jesucristo nuestro Señor”.
Puesto que el Espíritu Santo es el Maestro interior de la oración cristiana y “nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26), la Iglesia nos exhorta a invocarlo e implorarlo en toda ocasión: “¡Ven, Espíritu Santo!”.
En virtud de la singular cooperación de María con la acción del Espíritu Santo, la Iglesia ama rezar a María y orar con María, la orante perfecta, para alabar e invocar con Ella al Señor. Pues María, en efecto, nos “muestra el camino” que es su Hijo, el único Mediador.
La Iglesia reza a María, ante todo, con el Ave María, oración con la que la Iglesia pide la intercesión de la Virgen. Otras oraciones marianas son el Rosario, el himno Acáthistos, la Paraclisis, los himnos y cánticos de las diversas tradiciones cristianas.

Ven Espíritu Santo

Ven, Espíritu Santo,
Llena los corazones de tus fieles
y enciende en ellos
el fuego de tu amor.
Envía, Señor, tu Espíritu.
Que renueve la faz de la Tierra.

Oración:
Oh Dios,
que llenaste los corazones de tus
fieles con la luz del Espíritu
Santo; concédenos que,
guiados por el mismo Espíritu,
sintamos con rectitud y
gocemos siempre de tu consuelo.
Por Jesucristo Nuestro Señor.
Amén.

MAESTROS DE ORACIÓN

Los santos son para los cristianos modelos de oración, y a ellos les pedimos también que intercedan, ante la Santísima Trinidad, por nosotros y por el mundo entero; su intercesión es el más alto servicio que prestan al designio de Dios. En la comunión de los santos, a lo largo de la historia de la Iglesia, se han desarrollado diversos tipos de espiritualidad, que enseñan a vivir y a practicar la oración.
La familia cristiana constituye el primer ámbito de educación a la oración. Hay que recomendar de manera particular la oración cotidiana en familia, pues es el primer testimonio de vida de oración de la Iglesia. La catequesis, los grupos de oración, la “dirección espiritual” son una escuela y una ayuda para la oración.
Se puede orar en cualquier sitio, pero elegir bien el lugar tiene importancia para la oración.
El templo es el lugar propio de la oración litúrgica y de la adoración eucarística; también otros lugares ayudan a orar, como “un rincón de oración” en la casa familiar, un monasterio, un santuario.

LA VIDA DE ORACIÓN

Todos los momentos son indicados para la oración, pero la Iglesia propone a los fieles ritmos destinados a alimentar la oración continua: oración de la mañana y del atardecer, antes y después de las comidas, la Liturgia de la Horas, la Eucaristía dominical, el Santo Rosario, las fiestas del año litúrgico.
“Es necesario acordarse de Dios más a menudo que de respirar” (San Gregorio Nacianceno).
La tradición cristiana ha conservado tres modos principales de expresar y vivir la oración: la oración vocal, la meditación y la oración contemplativa. Su rasgo común es el recogimiento del corazón.

LAS EXPRESIONES DE LA ORACIÓN
La oración vocal asocia el cuerpo a la oración interior del corazón; incluso quien practica la más interior de las oraciones no podría prescindir del todo en su vida cristiana de la oración vocal. En cualquier caso, ésta debe brotar siempre de una fe personal. Con el Padre nuestro, Jesús nos ha enseñado una fórmula perfecta de oración vocal.
La meditación es una reflexión orante, que parte sobre todo de la Palabra de Dios en la Biblia; hace intervenir a la inteligencia, la imaginación, la emoción, el deseo, para profundizar nuestra fe, convertir el corazón y fortalecer la voluntad de seguir a Cristo; es una etapa preliminar hacia la unión de amor con el Señor.
La oración contemplativa es una mirada sencilla a Dios en el silencio y el amor. Es un don de Dios, un momento de fe pura, durante el cual el que ora busca a Cristo, se entrega a la voluntad amorosa del Padre y recoge su ser bajo la acción del Espíritu. Santa Teresa de Jesús la define como una íntima relación de amistad: “estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama”.

EL COMBATE DE LA ORACIÓN

La oración es un don de la gracia, pero presupone siempre una respuesta decidida por nuestra parte, pues el que ora combate contra sí mismo, contra el ambiente y, sobre todo,
contra el Tentador, que hace todo lo posible para apartarlo de la oración. El combate de la oración es inseparable del progreso en la vida espiritual: se ora como se vive, porque se
vive como se ora.
Además de los conceptos erróneos sobre la oración, muchos piensan que no tienen tiempo para orar o que es inútil orar. Quienes oran pueden desalentarse frente a las dificultades o los aparentes fracasos. Para vencer estos obstáculos son necesarias la humildad, la confianza y la perseverancia.
La dificultad habitual para la oración es la distracción, que separa de la atención a Dios, y puede incluso descubrir aquello a lo que realmente estamos apegados. Nuestro corazón
debe entonces volverse a Dios con humildad. A menudo la oración se ve dificultada por la sequedad, cuya superación permite adherirse en la fe al Señor incluso sin consuelo sensible. La acedía es una forma de pereza espiritual, debida al relajamiento de la vigilancia y al descuido de la custodia del corazón. La confianza filial se pone a prueba cuando pensamos que no somos escuchados. Debemos preguntarnos, entonces, si Dios es para nosotros un Padre cuya voluntad deseamos cumplir, o más bien un simple medio para obtener lo que queremos. Si nuestra oración se une a la de Jesús, sabemos que Él nos concede mucho más que este o aquel don, pues recibimos al Espíritu Santo, que transforma nuestro corazón.
Orar es siempre posible, pues el tiempo del cristiano es el tiempo de Cristo resucitado, que está con nosotros “todos los días” (Mt 28, 20). Oración y vida cristiana son, por ello, inseparables.
“Es posible, incluso en el mercado o en un paseo solitario, hacer una frecuente y fervorosa oración. Sentados en vuestra tienda, comprando o vendiendo, o incluso haciendo la cocina” (San Juan Crisóstomo).

Se llama la oración de la Hora de Jesús a la oración sacerdotal de Éste en la Última Cena. Jesús, Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, dirige su oración al Padre cuando llega la Hora de su “paso” a Dios, la Hora de su sacrificio.
La oración del Señor contiene siete peticiones a Dios Padre. Las tres primeras, más teologales, nos atraen hacia Él, para su gloria, pues lo propio del amor es pensar primeramente en Aquel que amamos. Estas tres súplicas sugieren lo que, en particular, debemos pedirle: la santificación de su Nombre, la venida de su Reino y la realización de su voluntad. Las cuatro últimas peticiones presentan al Padre de misericordia nuestras miserias y nuestras esperanzas: le piden que nos alimente, que nos perdone, que nos defienda ante la tentación y nos libre del Maligno.

LA ORACIÓN DEL SEÑOR: PADRE NUESTRO

Padre Nuestro,
que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad
en la tierra como en el cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal.

Amén

Jesús nos enseñó esta insustituible oración cristiana, el Padre nuestro, un día en el que un
discípulo, al verle orar, le rogó: “Maestro, enséñanos a orar” (Lc 11, 1). La tradición
litúrgica de la Iglesia siempre ha usado el texto de San Mateo (6, 9-13).


El Padre nuestro es “el resumen de todo el Evangelio” (Tertuliano); “es la más perfecta de todas las oraciones” (Santo Tomás de Aquino). Situado en el centro del Sermón de la Montaña (Mt 5-7), recoge en forma de oración el contenido esencial del Evangelio.
Al Padre nuestro se le llama “Oración dominical”, es decir “la oración del Señor”, porque nos la enseñó el mismo Jesús, nuestro Señor.
Oración por excelencia de la Iglesia, el Padre nuestro es “entregado” en el Bautismo, para manifestar el nacimiento nuevo a la vida divina de los hijos de Dios. La Eucaristía revela el sentido pleno del Padre nuestro, puesto que sus peticiones, fundándose en el misterio de la salvación ya realizado, serán plenamente atendidas con la Segunda venida del Señor. El Padre nuestro es parte integrante de la Liturgia de las Horas.

“PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN EL CIELO”
Podemos acercarnos al Padre con plena confianza, porque Jesús, nuestro Redentor, nos introduce en la presencia del Padre, y su Espíritu hace de nosotros hijos de Dios. Por ello, podemos rezar el Padre nuestro con confianza sencilla y filial, gozosa seguridad y humilde audacia, con la certeza de ser amados y escuchados.
Podemos invocar a Dios como “Padre”, porque el Hijo de Dios hecho hombre nos lo ha revelado, y su Espíritu nos lo hace conocer. La invocación del Padre nos hace entrar en su misterio con asombro siempre nuevo, y despierta en nosotros el deseo de un comportamiento filial. Por consiguiente, con la oración del Señor, somos conscientes de ser hijos del Padre en el Hijo.
 “Nuestro” expresa una relación con Dios totalmente nueva. Cuando oramos al Padre, lo adoramos y lo glorificamos con el Hijo y el Espíritu. En Cristo, nosotros somos su pueblo, y Él es nuestro Dios, ahora y por siempre. Decimos, de hecho, Padre “nuestro”, porque la Iglesia de Cristo es la comunión de una multitud de hermanos, que tienen “un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32)
La expresión bíblica “cielo” no indica un lugar sino un modo de ser: Dios está más allá y por encima de todo; la expresión designa la majestad, la santidad de Dios, y también su presencia en el corazón de los justos. El cielo, o la Casa del Padre, constituye la verdadera patria hacia la que tendemos en la esperanza, mientras nos encontramos aún en la tierra. Vivimos ya en esta patria, donde nuestra “vida está oculta con Cristo en Dios” (Col 3, 3).


Santificar el Nombre de Dios es, ante todo, una alabanza que reconoce a Dios como Santo. En efecto, Dios ha revelado su santo Nombre a Moisés, y ha querido que su pueblo le fuese consagrado como una nación santa en la que Él habita.
 Santificar el Nombre de Dios, que “nos llama a la santidad” (1Ts 4, 7), es desear que la consagración bautismal vivifique toda nuestra vida. Asimismo, es pedir que, con nuestra vida y nuestra oración, el Nombre de Dios sea conocido y bendecido por todos los hombres.
 La Iglesia invoca la venida final del Reino de Dios, mediante el retorno de Cristo en la gloria. Pero la Iglesia ora también para que el Reino de Dios crezca aquí ya desde ahora, gracias a la santificación de los hombres en el Espíritu y al compromiso de éstos al servicio de la justicia y de la paz, según las Bienaventuranzas. Esta petición es el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20).
 La voluntad del Padre es que “todos los hombres se salven” (1Tm 2, 4). Para esto ha venido Jesús: para cumplir perfectamente la Voluntad salvífica del Padre. Nosotros pedimos a Dios Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo, a ejemplo de María Santísima y de los santos. Le pedimos que su benevolente designio se realice plenamente sobre la tierra, como se ha realizado en el cielo. Por la oración, podemos “distinguir cuál es la voluntad de Dios” (Rm 12, 2), y obtener “constancia para cumplirla” (Hb 10, 36).

Al pedir a Dios, con el confiado abandono de los hijos, el alimento cotidiano necesario a cada cual para su subsistencia, reconocemos hasta qué punto Dios Padre es bueno, más allá de toda bondad. Le pedimos también la gracia de saber obrar, de modo que la justicia y la solidaridad permitan que la abundancia de los unos cubra las necesidades de los otros.
 Puesto que “no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4), la petición sobre el pan cotidiano se refiere igualmente al hambre de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo, recibido en la Eucaristía, así como al hambre del Espíritu Santo. Lo pedimos, con una confianza absoluta, para hoy, el hoy de Dios: y esto se nos concede, sobre todo, en la Eucaristía, que anticipa el banquete del Reino venidero.
Al pedir a Dios Padre que nos perdone, nos reconocemos ante Él pecadores; pero confesamos, al mismo tiempo, su misericordia, porque, en su Hijo y mediante los sacramentos, “obtenemos la redención, la remisión de nuestros pecados” (Col 1, 14). Ahora bien, nuestra petición será atendida a condición de que nosotros, antes, hayamos, por nuestra parte, perdonado.
La misericordia penetra en nuestros corazones solamente si también nosotros sabemos perdonar, incluso a nuestros enemigos. Aunque para el hombre parece imposible cumplir con esta exigencia, el corazón que se entrega al Espíritu Santo puede, a ejemplo de Cristo, amar hasta el extremo de la caridad, cambiar la herida en compasión, transformar la ofensa en intercesión. El perdón participa de la misericordia divina, y es una cumbre de la oración cristiana.


Pedimos a Dios Padre que no nos deje solos y a merced de la tentación. Pedimos al Espíritu saber discernir, por una parte, entre la prueba, que nos hace crecer en el bien, y la tentación, que conduce al pecado y a la muerte; y, por otra parte, entre ser tentado y consentir en la tentación. Esta petición nos une a Jesús, que ha vencido la tentación con su oración. Pedimos la gracia de la vigilancia y de la perseverancia final.
  El mal designa la persona de Satanás, que se opone a Dios y que es “el seductor del mundo entero” (Ap 12, 9). La victoria sobre el diablo ya fue alcanzada por Cristo; pero nosotros oramos a fin de que la familia humana sea liberada de Satanás y de sus obras. Pedimos también el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de
Cristo, que nos librará definitivamente del Maligno.
 “Después, terminada la oración, dices: Amén, refrendando por medio de este Amén, que significa “Así sea”, lo que contiene la oración que Dios nos enseñó” (San Cirilo de Jerusalén).

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