Saturday, November 9, 2013

LA VIDA EN CRISTO

LA VIDA EN CRISTO

La vocación del hombre y la vida en el Espíritu

La dignidad y la bienaventuranza

La dignidad de la persona humana está arraigada en su creación a imagen y semejanza de Dios. Dotada de alma espiritual e inmortal, de inteligencia y de voluntad libre, la persona humana está ordenada a Dios y llamada, con alma y cuerpo, a la bienaventuranza eterna.
El hombre alcanza la bienaventuranza en virtud de la gracia de Cristo, que lo hace partícipe de la vida divina.
La bienaventuranza sobrepasa la capacidad humana; es un don sobrenatural y gratuito de Dios, como la gracia que nos conduce a ella. La promesa de la bienaventuranza nos sitúa frente a opciones morales decisivas respecto de los bienes terrenales, estimulándonos a amar a Dios sobre todas las cosas.

LAS BIENAVENTURANZAS

Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos:

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa.
Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos.
(Mt 5,3-12)

La libertad del hombre

La libertad es el poder dado por Dios al hombre de obrar o no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar de este modo por sí mismo acciones deliberadas.
La elección del mal es un abuso de la libertad, que conduce a la esclavitud del pecado.
La libertad hace al hombre responsable de sus actos, y el abuso de esta nos lleva a pecar.
La moralidad de los actos humanos depende de tres fuentes: del objeto elegido, es decir, un bien real o aparente; de la intención del sujeto que actúa, es decir, del fin por el que lleva a cabo su acción; y de las circunstancias de la acción, incluidas las consecuencias de la misma.
“Para ser libres nos liberto Cristo” Ga 5,1

Conciencia moral

La conciencia moral, presente en lo íntimo de la persona, es un juicio de la razón, que en el momento oportuno, impulsa al hombre a hacer el bien y a evitar el mal.
La dignidad de la persona humana supone la rectitud de la conciencia moral, es decir que ésta se halle de acuerdo con lo que es justo y bueno según la razón y la ley de Dios.
Tres son las normas más generales que debe seguir siempre la conciencia:
1) Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien.
2) La llamada Regla de oro: “Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos” (Mt 7, 12).
3) La caridad supone siempre el respeto del prójimo y de su conciencia, aunque esto no significa aceptar como bueno lo que objetivamente es malo.

Las Virtudes

La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien: “El fin de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios” (San Gregorio de Nisa). Hay virtudes humanas o cardinales y virtudes teologales.
Las virtudes humanas son perfecciones habituales y estables del entendimiento y de la voluntad, que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta en conformidad con la razón y la fe.
Las principales virtudes humanas son las denominadas cardinales, que agrupan a todas las demás y constituyen las bases de la vida virtuosa. Son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.


Las Virtudes CARDINALES

La prudencia dispone la razón a discernir, en cada circunstancia, nuestro verdadero bien y a elegir los medios adecuados para realizarlo. Es guía de las demás virtudes, indicándoles  su regla y medida.
La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a los demás lo que les es debido. La justicia para con Dios se llama “virtud de la religión”.
La fortaleza asegura la firmeza en las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien, llegando incluso a la capacidad de aceptar el eventual sacrificio de la propia vida por una causa justa.
La templanza modera la atracción de los placeres, asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados.

Las Virtudes TEOLOGALES

Las virtudes teologales son las que tienen como origen, motivo y objeto inmediato a Dios mismo. Infusas en el hombre con la gracia santificante, nos hacen capaces de vivir en relación con la Santísima Trinidad, y fundamentan y animan la acción moral del cristiano, vivificando las virtudes humanas. Son la garantía de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano.
Las virtudes teologales son la fe, la esperanza y la caridad.
La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, y que la Iglesia nos propone creer, dado que Dios es la Verdad misma.
La esperanza es la virtud teologal por la que deseamos y esperamos de Dios la vida eterna como nuestra felicidad, confiando en las promesas de Cristo, y apoyándonos en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo para merecerla y perseverar hasta el fin de nuestra vida terrena.
La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios.



Dones y frutos del Espiritu Santo

Los dones del Espíritu Santo son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir las inspiraciones divinas. Son siete: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
Los frutos del Espíritu Santo son perfecciones plasmadas en nosotros como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad” (Ga 5, 22-23 [Vulgata]).


Dones del Espíritu Santo

Sabiduría: gusto para lo espiritual, capacidad de juzgar según la medida de Dios.
Inteligencia (Entendimiento): Es una gracia del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios y profundizar las verdades reveladas.
Consejo: Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma.
Fortaleza: Fuerza sobrenatural que sostiene la virtud moral de la fortaleza.  Para obrar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades de la vida. Para resistir las instigaciones de las pasiones internas y las presiones del ambiente. Supera la timidez y la agresividad.
Ciencia: Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.
Piedad: Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre.  Clamar  ¡Abba, Padre!
Temor de Dios: Espíritu contrito ante Dios, concientes de las culpas y del castigo divino, pero dentro de la fe en la misericordia divina. Temor a ofender a Dios, humildemente reconociendo nuestra debilidad. Sobre todo: temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de "permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).


Frutos del Espíritu Santo

Frutos del Espíritu Santo.
-La caridad, porque es el amor del Padre y del Hijo
-El gozo, porque está presente al Padre y al Hijo y es como el complemento de su bienaventuranza.
-La paz, porque es el lazo que une al Padre y al Hijo.
Frutos del alma
Paciencia modera la tristeza
Mansedumbre modera la cólera
Frutos del prójimo
La bondad y la inclinación que lleva a ocuparse de los demás y a que participen de lo que uno tiene.
La Benignidad. No tenemos en nuestro idioma la palabra que exprese propiamente el significado de benígnitas. La palabra benignidad se usa únicamente para significar dulzura y esta clase de dulzura consiste en tratar a los demás con gusto, cordialmente, con alegría, sin sentir la dificultad que sienten los que tienen la benignidad sólo en calidad de virtud y no como fruto del Espíritu Santo.
Frutos para nosotros
La longanimidad o perseverancia nos ayudan a mantenernos fieles al Señor a largo plazo. Impide el aburrimiento y la pena que provienen del deseo del bien que se espera, o de la lentitud y duración del bien que se hace, o del mal que se sufre y no de la grandeza de la cosa misma o de las demás circunstancias. La longanimidad hace, por ejemplo, que al final de un año consagrado a la virtud seamos más fervorosos que al principio.
La fe como fruto del Espíritu Santo, es cierta facilidad para aceptar todo lo que hay que creer, firmeza para afianzarnos en ello, seguridad de la verdad que creemos sin sentir repugnancias ni dudas, ni esas oscuridades y terquedades que sentimos naturalmente respecto a las materias de la fe.
La modestia regula los movimientos del cuerpo, los gestos y las palabras. Como fruto del Espíritu Santo, todo esto lo hace sin trabajo y como naturalmente, y además dispone todos los movimientos interiores del alma, como en la presencia de Dios.
Las virtudes de templanza y castidad atañen a los placeres del cuerpo, reprimiendo los ilícitos y moderando los permitidos.
-La templanza refrena la desordenada afición de comer y de beber, impidiendo los excesos que pudieran cometerse
-La castidad  regula o cercena el uso de los placeres de la carne.

El Pecado

El pecado es “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la Ley eterna” (San Agustín). Es una ofensa a Dios, a quien desobedecemos en vez de responder a su amor. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Cristo, en su Pasión, revela plenamente la gravedad del pecado y lo vence con su misericordia.
En cuanto a la gravedad, el pecado se distingue en pecado mortal y pecado venial.
Se comete un pecado mortal cuando se dan, al mismo tiempo, materia grave, plena advertencia y deliberado consentimiento. Este pecado destruye en nosotros la caridad, nos priva de la gracia santificante y, a menos que nos arrepintamos, nos conduce a la muerte eterna del infierno. Se perdona, por vía ordinaria, mediante los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia o Reconciliación.
El pecado venial, que se diferencia esencialmente del pecado mortal, se comete cuando la materia es leve; o bien cuando, siendo grave la materia, no se da plena advertencia o perfecto consentimiento. Este pecado no rompe la alianza con Dios. Sin embargo, debilita  la caridad, entraña un afecto desordenado a los bienes creados, impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y en la práctica del bien moral y merece penas  temporales de purificación.

Vicios / pecados capitales

Los vicios, como contrarios a las virtudes, son hábitos perversos que oscurecen la conciencia e inclinan al mal. Los vicios pueden ser referidos a los siete pecados llamados capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza.
Tenemos responsabilidad en los pecados de los otros cuando cooperamos culpablemente a que se comentan.

LA COMUNIDAD HUMANA LA PERSONA Y LA SOCIEDAD

Junto a la llamada personal a la bienaventuranza divina, el hombre posee una dimensión social que es parte esencial de su naturaleza y de su vocación.
La persona es y debe ser principio, sujeto y fin de todas las instituciones sociales. Algunas sociedades, como la familia y la comunidad civil, son necesarias para la persona.
Toda sociedad humana tiene necesidad de una autoridad legítima, que asegure el orden y contribuya a la realización del bien común. Esta autoridad tiene su propio fundamento en la naturaleza humana, porque corresponde al orden establecido por Dios.
Por bien común se entiende el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible, a los grupos y a cada uno de sus miembros, el logro de la propia perfección.
El bien común supone: el respeto y la promoción de los derechos fundamentales de la persona, el desarrollo de los bienes espirituales y temporales de la persona y la sociedad, y la paz y la seguridad de todos.


La salvacion de Dios

La ley moral es obra de la Sabiduría divina. Prescribe al hombre los caminos y las reglas de conducta que llevan a la bienaventuranza prometida, y prohíbe los caminos que apartan de Dios.
La ley natural, inscrita por el Creador en el corazón de todo hombre, consiste en una participación de la sabiduría y bondad de Dios, y expresa el sentido moral originario, que permite al hombre discernir el bien y el mal, mediante la razón.
A causa del pecado, no siempre ni todos son capaces de percibir en modo inmediato y con igual claridad la ley natural.
Por esto, “Dios escribió en las tablas de la Ley lo que los hombres no alcanzaban a leer en sus corazones” (San Agustín).
Gracia y Justificacion
La justificación es la obra más excelente del amor de Dios. Es la acción misericordiosa y gratuita de Dios, que borra nuestros pecados, y nos hace justos y santos en todo nuestro ser. Somos  justificados por medio de la gracia del Espíritu Santo, que la Pasión de Cristo nos ha merecido y se nos ha dado en el Bautismo. Con la justificación comienza la libre respuesta del hombre, esto es, la fe en Cristo y la colaboración con la gracia del Espíritu Santo.

La gracia es un don gratuito de Dios, por el que nos hace partícipes de su vida trinitaria y capaces de obrar por amor a Él. Se le llama gracia habitual, santificante o deificante, porque nos santifica y nos diviniza. Es sobrenatural, porque depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios y supera la capacidad de la inteligencia y de las fuerzas del hombre. Escapa, por tanto, a nuestra experiencia.
Además de la gracia habitual, existen otros tipos de gracia: las gracias actuales (dones en circunstancias particulares); las gracias sacramentales (dones propios de cada sacramento); las gracias especiales o carismas (que tienen como fin el bien común de la Iglesia), entre las que se encuentran las gracias de estado, que acompañan al ejercicio de los ministerios eclesiales y de las responsabilidades de la vida.


El mérito es lo que da derecho a la recompensa por una obra buena. Respecto a Dios, el hombre, de suyo, no puede merecer nada, habiéndolo recibido todo gratuitamente de Él. Sin embargo, Dios da al hombre la posibilidad de adquirir méritos, mediante la unión a la caridad de Cristo, fuente de nuestros méritos ante Dios. Por eso, los méritos de las buenas obras deben ser atribuidos primero a la gracia de Dios y después a la libre voluntad del hombre.
Todos los fieles estamos llamados a la santidad cristiana. Ésta es plenitud de la vida cristiana y perfección de la caridad, y se realiza en la unión íntima con Cristo y, en Él, con la Santísima Trinidad. El camino de santificación del cristiano, que pasa por la cruz, tendrá su cumplimiento en la resurrección final de los justos, cuando Dios sea todo en todos.
La Iglesia es la comunidad donde el cristiano acoge la Palabra de Dios y las enseñanzas de la “Ley de Cristo” (Ga 6, 2); recibe la gracia de los sacramentos; se une a la ofrenda eucarística de Cristo, transformando así su vida moral en un culto espiritual; aprende del ejemplo de santidad de la Virgen María y de los santos.
El Magisterio de la Iglesia interviene en el campo moral, porque es su misión predicar la fe que hay que creer y practicar en la vida cotidiana. Esta competencia se extiende también a los preceptos específicos de la ley natural, porque su observancia es necesaria para la salvación.


Preceptos de la Iglesia
Los preceptos de la Iglesia tienen por finalidad garantizar que los fieles cumplan con lo mínimo indispensable en relación al espíritu de oración, a la vida sacramental, al esfuerzo moral y al crecimiento en el amor a Dios y al prójimo.
Los preceptos de la Iglesia son cinco:
1) Participar en la Misa todos los domingos y fiestas de guardar, y no realizar
trabajos y actividades que puedan impedir la santificación de estos días.
2) Confesar los propios pecados, mediante el sacramento de la
Reconciliación al menos una vez al año.
3) Recibir el sacramento de la Eucaristía al menos en Pascua.
4) Abstenerse de comer carne y observar el ayuno en los días establecidos
por la Iglesia.
5) Ayudar a la Iglesia en sus necesidades materiales, cada uno según sus
posibilidades.
La vida moral de los cristianos es indispensable para el anuncio del Evangelio, porque, conformando su vida con la del Señor Jesús, los fieles atraen a los hombres a la fe en el verdadero Dios, edifican la Iglesia, impregnan el mundo con el espíritu del Evangelio y apresuran la venida del Reino de Dios.

Los 10 mandamientos

Los encontramos en:
Exodo 20, 2-17
Deuteronomio 5, 6-21
Los Diez Mandamientos de la Ley de Dios son:

1º Amarás a Dios sobre todas las cosas.
2º No tomarás el Nombre de Dios en vano.
3º Santificarás las fiestas.
4º Honrarás a tu padre y a tu madre.
5º No matarás.
6º No cometerás actos impuros.
7º No robarás.
8º No dirás falso testimonio ni mentirás.
9º No consentirás pensamientos ni deseos impuros.
10º No codiciarás los bienes ajenos.



Al joven que le pregunta “Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?”, Jesús responde: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”, y después añade: “Ven y sígueme” (Mt 19, 16). Seguir a Jesús implica cumplir los Mandamientos.
Jesús interpreta la Ley a la luz del doble y único mandamiento de la caridad, que es su plenitud: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 37-40).
El Decálogo, al presentar los mandamientos del amor a Dios (los tres primeros) y al prójimo (los otros siete).
Sí, es posible cumplir el Decálogo, porque Cristo, sin el cual nada podemos hacer, nos hace capaces de ello con el don del Espíritu Santo y de la gracia.


PRIMER MANDAMIENTO: YO SOY EL SEÑOR TU DIOS. AMARÁS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS
Las palabras “adorarás al Señor tu Dios y a Él sólo darás culto” suponen adorar a Dios como Señor de todo cuanto existe; rendirle el culto debido individual y comunitariamente; rezarle con expresiones de alabanza, de acción de gracias y de súplica; ofrecerle sacrificios, sobre todo el espiritual de nuestra vida, unido al sacrificio perfecto de Cristo; mantener las promesas y votos que se le hacen.
Con el mandamiento “No tendrás otro Dios fuera de mí” se prohíbe: el politeísmo y la idolatría, que diviniza a una criatura, el poder, el dinero, incluso al demonio; la superstición, que es una desviación del culto debido al Dios verdadero, y que se expresa también bajo las formas de adivinación, magia, brujería y  espiritismo; la irreligión, que se manifiesta en tentar a Dios con palabras o hechos; en el sacrilegio, que profana a las personas y las cosas sagradas, sobre todo la Eucaristía; en la simonía, que intenta comprar o vender realidades espirituales; el ateísmo, que rechaza la existencia de Dios, apoyándose frecuentemente en una falsa concepción de la autonomía humana; el agnosticismo, según el cual, nada se puede saber sobre Dios, y que abarca el indiferentismo y el ateísmo práctico.

SEGUNDO MANDAMIENTO: NO TOMARÁS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO

Se respeta la santidad del Nombre de Dios invocándolo, bendiciéndole, alabándole y glorificándole. Ha de evitarse, por tanto, el abuso de apelar al Nombre de Dios para justificar un crimen, y todo uso inconveniente de su Nombre, como la blasfemia, que por su misma naturaleza es un pecado grave; la imprecación y la infidelidad a las promesas hechas en nombre de Dios.
Está prohibido jurar en falso, porque ello supone invocar en una causa a Dios, que es la verdad misma, como testigo de una mentira. “No jurar ni por Criador, ni por criatura, si no fuere con verdad, necesidad y reverencia” (San Ignacio de Loyola).
El perjurio es hacer, bajo juramento, una promesa con intención de no cumplirla, o bien violar la promesa hecha bajo juramento. Es un pecado grave contra Dios, que siempre es fiel a sus promesas.
TERCER MANDAMIENTO: SANTIFICARÁS LAS FIESTAS

Dios ha bendecido el sábado y lo ha declarado sagrado, porque en este día se hace memoria del descanso de Dios el séptimo día de la creación, así como de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto y de la Alianza que Dios hizo con su pueblo.
Para los cristianos, el sábado ha sido sustituido por el domingo, porque éste es el día de la Resurrección de Cristo. Como “primer día de la semana” (Mc 16, 2), recuerda la primera Creación; como “octavo día”, que sigue al sábado, significa la nueva Creación inaugurada con la Resurrección de Cristo. Es considerado, así, por los cristianos como el primero de todos los días y de todas las fiestas: el día del Señor, en el que Jesús, con su Pascua, lleva a cumplimiento la verdad espiritual del sábado judío y anuncia el descanso eterno del hombre en Dios.

Los cristianos santifican el domingo y las demás fiestas de precepto participando en la Eucaristía del Señor y absteniéndose de las actividades que les impidan rendir culto a Dios, o perturben la alegría propia del día del Señor o el descanso necesario del alma y del cuerpo. Se permiten las actividades relacionadas con las necesidades familiares o los servicios de gran utilidad social, siempre que no introduzcan hábitos perjudiciales a la santificación del domingo, a la vida de familia y a la salud.

CUARTO MANDAMIENTO: HONRARÁS A TU PADRE Y A TU MADRE

El cuarto mandamiento ordena honrar y respetar a nuestros padres, y a todos aquellos a quienes Dios ha investido de autoridad para nuestro bien.

En el plan de Dios, un hombre y una mujer, unidos en matrimonio, forman, por sí mismos y con sus hijos, una familia. Dios ha instituido la familia y le ha dotado de su constitución fundamental. El matrimonio y la familia están ordenados al bien de los esposos y a la procreación y educación de los hijos. Entre los miembros de una misma familia se establecen relaciones personales y responsabilidades primarias. En Cristo la familia se convierte en Iglesia doméstica, porque es una comunidad de fe, de esperanza y de amor.

Los padres, partícipes de la paternidad divina, son los primeros responsables de la educación de sus hijos y los primeros anunciadores de la fe. Tienen el deber de amar y de respetar a sus hijos como personas y como hijos de Dios, y proveer, en cuanto sea posible, a sus necesidades materiales y espirituales, eligiendo para ellos una escuela adecuada, y ayudándoles con prudentes consejos en la elección de la profesión y del estado de vida. En especial, tienen la misión de educarlos en la fe cristiana. Los padres educan a sus hijos en la fe cristiana principalmente con el ejemplo, la oración, la catequesis familiar y la participación en la vida de la Iglesia.

QUINTO MANDAMIENTO: NO MATARÁS

La vida humana ha de ser respetada porque es sagrada. Desde el comienzo supone la acción creadora de Dios y permanece para siempre en una relación especial con el Creador, su único fin. A nadie le es lícito destruir directamente a un ser humano inocente, porque es gravemente contrario a la dignidad de la persona y a la santidad del Creador. “No quites la vida del inocente y justo” (Ex 23, 7).
El quinto mandamiento prohíbe, como gravemente contrarios a la ley moral:
1) El homicidio directo y voluntario y la cooperación al mismo.
2) El aborto directo, querido como fin o como medio, así como la cooperación al mismo, bajo pena de excomunión, porque el ser humano, desde el instante de su concepción, ha de ser respetado y protegido de modo absoluto en su integridad.
3) La eutanasia directa, que consiste en poner término, con una acción o una omisión de lo necesario, a la vida de las personas discapacitadas, gravemente enfermas o próximas a la muerte.
4) El suicidio y la cooperación voluntaria al mismo, en cuanto es una ofensa grave al justo amor de Dios, de sí mismo y del prójimo; por lo que se refiere a la responsabilidad, ésta puede quedar agravada en razón del escándalo o atenuada por particulares trastornos psíquicos o graves temores.

SEXTO MANDAMIENTO: NO COMETERÁS ACTOS IMPUROS

Dios ha creado al hombre como varón y mujer, con igual dignidad personal, y ha inscrito en él la vocación del amor y de la comunión. Corresponde a cada uno aceptar la propia identidad sexual, reconociendo la importancia de la misma para toda la persona, su especificidad y complementariedad.
La castidad es la positiva integración de la sexualidad en la persona. La sexualidad es verdaderamente humana cuando está integrada de manera justa en la relación de persona a persona. La castidad es una virtud moral, un don de Dios, una gracia y un fruto del Espíritu.
Son numerosos los medios de que disponemos para vivir la castidad: la gracia de Dios, la ayuda de los sacramentos, la oración, el conocimiento de uno mismo, la práctica de una ascesis adaptada a las diversas situaciones y el ejercicio de las virtudes morales, en particular de la virtud de la templanza, que busca que la razón sea la guía de las pasiones.
Las ofensas a la dignidad del Matrimonio son las siguientes: el adulterio, el divorcio, la poligamia, el incesto, la unión libre (convivencia, concubinato) y el acto sexual antes o fuera del matrimonio.

SÉPTIMO MANDAMIENTO: NO ROBARÁS

Existe el derecho a la propiedad privada cuando se ha adquirido o recibido de modo justo, y prevalezca el destino universal de los bienes, para satisfacer las necesidades fundamentales de todos los hombres.
La finalidad de la propiedad privada es garantizar la libertad y la dignidad de cada persona, ayudándole a satisfacer las necesidades fundamentales propias, las de aquellos sobre los que tiene responsabilidad, y también las de otros que viven en necesidad.
El séptimo mandamiento prohíbe ante todo el robo, que es la usurpación del bien ajeno contra la razonable voluntad de su dueño. Esto sucede también cuando se pagan salarios injustos, cuando se especula haciendo variar artificialmente el valor de los bienes para obtener beneficio en detrimento ajeno, y cuando se falsifican cheques y facturas. Prohíbe además cometer fraudes fiscales o comerciales y ocasionar voluntariamente un daño a las propiedades privadas o públicas. Prohíbe igualmente la usura, la corrupción, el abuso privado de bienes sociales, los trabajos culpablemente mal realizados y el despilfarro.

OCTAVO MANDAMIENTO: NO DARÁS FALSO TESTIMONIO NI MENTIRÁS

Toda persona está llamada a la sinceridad y a la veracidad en el hacer y en el hablar. Cada uno tiene el deber de buscar la verdad y adherirse a ella, ordenando la propia vida según las exigencias de la verdad. En Jesucristo, la verdad de Dios se ha manifestado íntegramente: Él es la Verdad. Quien le sigue vive en el Espíritu de la verdad, y rechaza la doblez, la simulación y la hipocresía.
El cristiano debe dar testimonio de la verdad evangélica en todos los campos de su actividad pública y privada; incluso con el sacrificio, si es necesario, de la propia vida. El martirio es el testimonio supremo de la verdad de la fe.
El octavo mandamiento prohíbe:
El falso testimonio, el perjurio y la mentira, cuya gravedad se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, de las circunstancias, de las intenciones del mentiroso y de los daños ocasionados a las víctimas.
El juicio temerario, la maledicencia, la difamación y la calumnia, que perjudican o destruyen la buena reputación y el honor, a los que tiene derecho toda persona.
El halago, la adulación o la complacencia, sobre todo si están orientados a pecar gravemente o para lograr ventajas ilícitas.
Una culpa cometida contra la verdad debe ser reparada, si ha causado daño a otro.

NOVENO MANDAMIENTO: NO CONSENTIRÁS PENSAMIENTOS NI DESEOS IMPUROS

El noveno mandamiento exige vencer la concupiscencia carnal en los pensamientos y en los deseos. La lucha contra esta concupiscencia supone la purificación del corazón y la práctica de la virtud de la templanza.
El bautizado, con la gracia de Dios y luchando contra los deseos desordenados, alcanza la pureza del corazón mediante la virtud y el don de la castidad, la pureza de intención, la pureza de la mirada exterior e interior, la disciplina de los sentimientos y de la imaginación, y con la oración.
La pureza exige el pudor, que, preservando la intimidad de la persona, expresa la delicadeza de la castidad y regula las miradas y gestos, en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas. El pudor libera del difundido erotismo y mantiene alejado de cuanto favorece la curiosidad morbosa. Requiere también una purificación del ambiente social, mediante la lucha constante contra la permisividad de las costumbres, basada en un erróneo concepto de la libertad humana.


DÉCIMO MANDAMIENTO: NO CODICIARÁS LOS BIENES AJENOS

Este mandamiento, que complementa al precedente, exige una actitud interior de respeto en relación con la propiedad ajena, y prohíbe la avaricia, el deseo desordenado de los bienes de otros y la envidia, que consiste en la tristeza experimentada ante los bienes del prójimo y en el deseo desordenado de apropiarse de los mismos.
Jesús exige a sus discípulos que le antepongan a Él respecto a todo y a todos. El desprendimiento de las riquezas —según el espíritu de la pobreza evangélica— y el abandono a la providencia de Dios, que nos libera de la preocupación por el mañana, nos preparan para la bienaventuranza de “los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3).
El mayor deseo del hombre es ver a Dios. Éste es el grito de todo su ser: “¡Quiero ver a Dios!” El hombre, en efecto, realiza su verdadera y plena felicidad en la visión y en la bienaventuranza de Aquel que lo ha creado por amor, y lo atrae hacia sí en su infinito amor.
“El que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir” (San Gregorio de Nisa).

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